Un día cerró su fábrica textil, sus tres locales, saldó sus deudas e indemnizó a todos sus empleados. Se jugó el destino en una única carta: su pasión. Esta es la historia de un hombre que cambió la piel para darle al mundo su mejor versión. Aquí, Milo Lockett.
Nos acercamos de forma sigilosa, viéndolo desenvolverse libre en su hábitat natural, entre grandes telas, tachos de pintura y atriles. En el fondo de su atelier, una mesa de trabajo que hace las veces de escritorio. Una cafetera pendiente, una cajetilla de cigarrillos y una biblioteca en la que reinan libros de arte, fotografías y algún que otro objeto fetiche. Arriba, inmaculadas, preciadas botellas de whiskey, casi heráldicas, porque el que se mueve de un sitio a otro lleva sangre irlandesa. La mirada fija en mil puntos, los ojos van y vienen de una obra a otra. Da alguna indicación a sus colaboradores. Serio, compenetrado en su trabajo. Nos sorprende entre dos lienzos y nos invita a tomar asiento, pide un minuto para dar una pincelada. Se acerca afable, deja ver su sonrisa y ofrece una bienvenida como quien recibe a un viajero que llega cansado, un anfitrión. Sirve dos medidas de etiqueta negra con hielo y se dispone a la charla. Todo en él parece ser restos de una explosión de colores, excepto la remera negra que lleva puesta, en la que se puede leer, a la altura del pecho, la siguiente leyenda: “Pobre Milo”. El que se mufa de su propia vorágine es Milo Lockett, el artista chaqueño que supo crear una identidad pictórica absoluta en menos de una década. El que se levantó una mañana con la convicción de que pintaría su aldea y pintaría su mundo, pero lo haría, quizás, con la mirada de un niño grande.
Lo primero que le acercamos es un dibujo, aquel del elefante dentro de la boa, el que garabateo Antoine de Saint-Exupéry. Se lo mostramos, como un guiño a su pasión por El Principito, y le preguntamos: “¿Qué ves acá?”. Nos mira, pícaro, y contesta adrede: “Un sombrero”. Entre nosotros sabemos que allí están la boa, el elefante y la mágica mirada de alguien que desafió el consejo de los mayores.
Esta es la historia de Milo Lockett, un hombre que jamás abandonó su interés por el dibujo y la pintura. El que apostó por su talento y ganó.
¿Considerás que el poseer un talento artístico conlleva una responsabilidad?
No lo vivo de esa manera, lo que sí creo es que soy responsable por lo que digo. Cuando hablo en público, soy muy consciente de lo que digo, me hago cargo de cada palabra. Eso no significa que piense mucho lo que voy a decir, sino que cuando opino, intento hacerlo con claridad, porque de lo contrario, prefiero no opinar. Cuando no sé qué decir, no digo nada. Yo ya soy un tipo formador de opinión, en mi rubro, por lo menos, como artista, hay mucha gente que me mira, que me escucha y me sigue. Y siempre pienso en los más chicos, en el adolescente, en el chico que tiene veinte años, en ese chico que todavía está muy permeable y yo, por ahí, puedo estar equivocado en una opinión que puede ser tomada como una verdad absoluta. Entonces, trato de ser muy cuidadoso cuando hago una bajada de línea. Distinto es la opinión personal que tengo sobre algún tema. Separo con mucha claridad eso. Y después cuando doy una charla en una universidad, trato de ser cuidadoso y claro con lo que digo, con el mensaje, porque lo que para vos es una genialidad, para el otro tipo a lo mejor es un desastre. No busco poner palabras lindas en mí boca, de hecho, hay veces que soy muy duro con la crítica, pero porque es una crítica para construir y debe ser de impacto. En cambio, cuando opinás sobre un tema, es otra cosa. Hay que tener claridad en el lenguaje.
¿A quiénes fuiste permeable vos cuando eras adolescente?
Una persona que me impactó mucho fue Mahatma Gandhi, incluso hoy en día me sigue interesando más aún.
¿Pensás que el artista debe implicarse de alguna manera en los temas sociales?
Uno se tiene que comprometer e implicar en la problemática del otro porque vivimos en una sociedad, en comunidad y la primera fórmula para cambiar el mundo es implementando las buenas prácticas en la casa de uno. Si uno en su casa practica la no violencia de género, puede salir a la calle a cambiar algo en su barrio. Muchas veces pensamos que va a venir mágicamente “el salvador” a cambiar la comunidad, y el cambio no viene de afuera para adentro, sino de adentro para afuera.
¿Qué lugar ocupa Milo Lockett hoy en la sociedad?
Yo soy un artista, trabajo de pintor. Después, tengo la inquietud de cambiar el mundo, pero no soy responsable de lo que es el mundo, no tengo por qué cargarme con esa mochila. Pero sí trabajo todos los días para modificar cosas, costumbres, ciertos hábitos.
¿Te pesa cuando sentís que quizás esa realidad no cambia, pese a tu esfuerzo?
Me pesa mucho, a mí me duele mucho todo, soy una persona extremadamente sensible. Me duele mucho el dolor ajeno, cuando veo a un tipo durmiendo en la calle, me duele mucho, cuando veo a una mujer tirada en la calle con tres nenitas, y quizás son las 12 de la noche y yo estoy saliendo de un restorán. Me impacta mucho que la gente pase de largo. Ese mundo invisible me impacta demasiado, trato de hacer cosas todos los días, trato de modificar cosas todos los días.
Vos tenés el talento de la pintura, pero si te hubiesen permitido elegir otro talento, ¿cuál hubieses elegido?
Siempre me pregunto qué me hubiese gustado ser y las respuestas son siempre dos: maestro y médico. Me impresiona mucho cuando alguien le salva la vida a otro, eso me conmueve, por eso trabajo cerca de la enfermedad y del dolor, porque me llaman la atención. Tuve la oportunidad de hacer un mural en el pasillo de acceso a la sala de quirófanos del Hospital de Niños. Eso es lo último que ven los niños antes de que los operen. Bueno, ese día quedé impactado, porque cuando terminé mi trabajo, me senté a comer con un grupo de cirujanos, un montón de tipos que se dedican a salvar la vida de muchas personas que están en una situación extrema.
¿Cómo vivís tu personaje?
Muy normal. Soy una persona muy normal con costumbres muy normales. Me gusta tomar café, a la mañana salgo a caminar para bajar la ansiedad. Mientras camino pienso mucho, hago como un ejercicio de la caminata y del pensamiento, sin música.
¿Cómo fue tu primer acercamiento al arte?
Yo era el salvaje hijo mayor de unos padres muy tranquilos. Para ellos fue siempre un tema de alto impacto. Entonces, mi mamá me anotaba en todas las actividades que podía para calmar las aguas. Hice todo lo que te imagines y encima, no hay nada que no me guste hacer, me engancho con cualquier cosa, hasta el día de hoy me pasa, puedo mirar un partido de ping pong y disfrutarlo. No sé si es una característica de optimismo que tengo que le encuentro a las cosas un porqué, y me admiro de cosas que yo no sé hacer. Entonces, me mandaban todas las semanas a los talleres de pintura y dibujo de la Escuela de Bellas Artes, hasta que tuve diez o doce años.
¿Sospechabas que te ibas a terminar dedicando profesionalmente a la pintura?
Para nada, yo pensaba que aquello iba a ser un hobby para mi vejez y que mi trabajo sería otro. Durante años me dediqué a la industria textil, hasta la crisis de 2001, cuando me estrellé contra la situación por la que pasaba el país. Ahí tomé la decisión de dedicarme a pintar.
Cambiar de profesión de manera tan radical suele ser una decisión difícil para tomarla en cualquier momento de la vida, pero mucho más difícil si ese momento condice con una de las mayores crisis social, económica y política de un país.
Era una decisión muy difícil porque yo había creado mi propia empresa, la había hecho de la nada y, además, estaba casado y tenía una hija. El riesgo era muy alto.
¿Cómo fueron los primeros tiempos?
Me ofrecieron hacer una muestra en el Centro Cultural Nordeste, en Resistencia (Chaco), con toda la obra que tenía hecha hasta ese momento. Al día siguiente, me levanté y estuve como 40 minutos sentado en la cama. A las siete de la mañana llamé a mi contadora y a mi abogado, los cité en la cocina de mi casa y les dije: “Se terminó todo, me voy a dedicar a la pintura”. Y finalmente, cerré una fábrica y tres locales. Indemnicé a mis 26 empleados y me quedé en la calle. Yo cerré ese día, mis encargados lloraban, todo el mundo pensó que me había vuelto loco. Les expliqué que aquello era una etapa cumplida y que ahora sólo quería pintar, nada más. Estaba cansado de verle la cara al gerente del banco, de dar explicaciones, estaba cansado de todo eso. Durante dos años viví de la venta de cosas que me habían sobrado. Empecé a pintar murales en escuelas. La pasé muy bien, fue una época muy linda. Viajé y me ocupé mucho del interior del Chaco. Me inventaba proyectos, porque me sobraba el tiempo, yo estaba acostumbrado a trabajar desde las 5 am hasta las 11 pm.
¿Quiénes son tus cables a tierra?
Hoy tengo otra dinámica en mi vida, porque tengo un hijo nuevo, una mujer que me acompaña que también es divina, muy comprensiva, muy tranquila. Pienso mucho en mi hija, ella vive en el Chaco. Yo me subo a un avión todas las semanas para ir a verla.
En ocasiones, el arte parece llamado a ser algo incomprensible para quien se detiene a observarlo, ¿creés que la obra debe venir acompañada de un manual de instrucciones para ser efectiva y apreciada por la crítica?
Es una pregunta difícil, porque para mí el arte tiene que ser accesible en el lenguaje, pero respeto mucho cuando hay un artista que tiene complejidades. Mi pensamiento es que el arte tiene que ser accesible, el entendimiento está en la sensibilidad de cada persona; yo por ejemplo, una vez al mes, como mínimo, paso por el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Durante muchos años, yo venía a la Capital durante un par de días y me tomaba unas horas para mirar un montón de artistas que son de museo, que son de libro. Cada uno tiene una sensibilidad distinta y cada quien la práctica de distinta manera. Por eso es tan ecléctico el mundo del arte. Yo no soy de museo, pero voy a serlo, sé que voy a serlo, porque soy un tipo muy querido y muy requerido.
¿Cuál es la importancia de que la gente coleccione arte?
Yo crecí en una casa donde no había mucho arte, pero en la cual nos criaron de una manera muy libre. En mi casa me gusta que haya obras colgadas; obras mías, obras de mis amigos, obras de alguien que me gusta. Me parece que el arte modifica la sensibilidad de los niños. Una casa donde se escucha música, donde se va al teatro, donde se toca un instrumento, es una familia que tiene otra sensibilidad, otra manera de encarar la vida. El arte sirve para bajar la violencia, eso está comprobado, la música disminuye la violencia. Cuando un niño introduce un instrumento en su familia, acerca a los padres a la música. Cuando un niño pinta, es muy difícil que los padres no miren la pintura, generalmente, a partir de ese niño, la pintura entra en la casa, y la familia vive de otra manera la pintura. Cambia el humor, se modifica la costumbre. Me parece que desde ese punto, nuestra cultura tiene muchas aristas para rever. Me gustaría que se modifiquen ciertas pautas culturales. Me molesta la poca comunicación, un mundo que está globalizado tecnológicamente y está incomunicado. Por eso es muy importante el tema del arte en las escuelas, modificar esa conducta.
¿A qué atribuís el hecho de tener tan buena llegada con los chicos?
Creo que se sienten identificados con mi obra porque tiene un lenguaje muy directo y simple, por más que tenga complejidades, enseguida entrás en mi obra. Lo primero que pensás cuando te parás frente a una pintura es que la podés hacer, incluso, que la podés hacer mejor que yo, y eso es un fenómeno.
¿Eso fue buscado o te salió naturalmente?
Esa es mi pintura, eso es lo que soy yo. El hecho de que sea accesible te acerca mucho. Cuando vos ves un cuadro por ahí y te realiza, queda en la admiración momentánea. Pero cuando ves una obra mía, te invita a pintar. Si encima después el personaje es agradable, mejor todavía.
¿Cómo se le pone precio a un cuadro?
Es muy difícil, lo mío siempre fue muy accesible, siempre por debajo de la media. Y hoy me sigue interesando eso, porque si bien hay un valor de mercado, yo siempre me ocupo de tener obras pequeñas y accesibles para que nadie me pueda decir que no llevó esa cultura a la casa. Intento ocuparme de colaborar con distintas instituciones. Dono cerca de 300 cuadros por año. Cuando alguien viene y me cuenta una historia, yo confío en el otro, yo me conmuevo, es difícil que te diga que no de entrada, a no ser que perciba algo que me huela raro.
Pasó un poco más de una década desde que arrancaste, ¿vos podés creer todo el giro que dio tu vida? No, por eso todos los días lo agradezco muchísimo, soy muy consciente de eso, por eso trato de que no se me salga la cadena.
¿Sos fácil para trabajar o tenés un carácter complicado?
Tengo días que me pongo chinchudo, soy irlandés, así que, no soy rencoroso y tengo palabra. Pero siempre me enojo primero conmigo, no es que me descargo con otros, el enojo siempre viene con mi persona porque me equivoqué en algo, algo hice mal. Soy muy consciente y esto lo aprendí de chico, nunca le echo la culpa a otro, me hago cargo, soy un buen capitán de barco, me hundiría con el barco.
¿Tenés temores?
Creo que no. Pero me gustaría ver crecer a mis hijos, Jerónimo y Olivia. Dejarles ordenadas las cosas, en eso soy muy responsable.
* Entrevista publicada en la edición 26 de PRESENTE (septiembre/octubre).