A lo largo de los años, Grupo L consolidó un programa de acompañamiento sostenido a comedores y merenderos que trabajan en contextos vulnerables, con un enfoque centrado en el fortalecimiento comunitario.
En 2024, la compañía donó más de $191.043.281 a organizaciones y comedores, que generan un impacto positivo en sus comunidades.
“Se trata de una ayuda que no solo se expresa en mercadería, sino también en presencia, escucha y apoyo humano. Esa presencia constante es la esencia del voluntariado corporativo: estar cuando hace falta, sin esperar nada a cambio, construyendo redes reales con quienes sostienen el bienestar de los barrios” afirman desde Grupo L.
Detrás de cada comedor hay historias de lucha, voluntad y un compromiso que trasciende lo asistencial. Una de ellas es la de Lola Gómez, coordinadora del comedor Mi Esperanza en el barrio Carlos Gardel, ubicado en El Palomar, Morón.
Una historia de esperanza
Hace 20 años, Lola fundó el comedor Mi Esperanza. Hoy tiene 76 años y su compromiso con la comunidad del barrio Carlos Gardel es total. Gómez lo dijo sin vueltas: “Soy la más vieja de todos los comedores que hay y voy a morir en mi comedor.”
Comenzó con un pequeño ropero social, donde regalaba ropa a las familias del barrio. Después vino la merienda. Y un día tomó una decisión que le cambiaría la vida y confesó: “Dije: no, voy a hacer un comedor. Me propuse hacer el comedor.”
Desde entonces, Mi Esperanza creció junto a ella. Hoy ofrece comida tres veces por semana, lunes, miércoles y viernes, además de meriendas los días restantes. Los números hablan por sí solos: “entregamos entre 50 y 60 tuppers cada vez que se da la comida” explicó Gómez.
Pero el verdadero impacto de Lola y su comedor se entiende cuando ella cuenta por quienes trabaja: mamás solas, familias numerosas, personas con discapacidad, adultos mayores, y chicos que llegan con una necesidad, pero también con una historia.
Además de cocinar, Lola cumple otro rol silencioso: el del acompañamiento social. Escucha, contiene, gestiona ayuda frente a casos de violencia de género, falta de vivienda o urgencias familiares. “Yo absorbo cosas de otros. A veces la gente viene con problemas muy graves. Y hay que estar”, reflexionó Gómez.
Y aunque cualquiera imaginaría que un equipo grande está detrás de semejante tarea, la realidad sorprende: “Somos dos personas solas. Cocinar, entregar, buscar proveedores… hacemos todo”, aseguró la fundadora de Mi Esperanza.
Su jornada empieza temprano: “ayer bajé a las siete de la mañana y subí a las cuatro de la tarde”. Tiene prótesis en las dos rodillas y aun así trabaja nueve horas seguidas, ad honorem, con la convicción de que su misión es estar donde la gente la necesita.
El comedor Mi Esperanza existe y se sostiene por la ayuda de la comunidad. Vive gracias a la solidaridad del barrio, el carnicero, la verdulería, vecinos, amigos, y también gracias al apoyo de empresas. Entre ellas, Grupo L, con quien Lola mantiene un vínculo de confianza y afecto profundo.










