Por una tecnología más inclusiva

Chicas en Tecnología es una organización que a partir de programas orientados a las adolescentes busca cerrar la brecha de género en el ambiente digital. Melina Masnatta es Directora Ejecutiva y, junto con Sofía Contreras, Carolina Hadad y Mariana Varela, cofundadora de Chicas en Tecnología. La asociación surgió en 2014 cuando detectaron que la discriminación de género les impedía –como a tantas otras– desarrollarse en lo profesional en el ámbito de la educación y la tecnología. Desde entonces intentan reducir la brecha con programas e iniciativas orientadas a adolescentes, buscando motivarlas, capacitarlas y acompañarlas en integrar la próxima generación de mujeres líderes en tecnología y que, al mismo tiempo, reconquisten un espacio ocupado alguna vez y no hace mucho por otras especialistas femeninas, pero que se achicó con estereotipos y prejuicios.

¿Cómo nace Chicas en Tecnología?

Las cuatro cofundadoras estábamos en la búsqueda de resolver el problema de que no podíamos crecer ni seguir desarrollándonos en lo profesional, porque algo pasaba con el tema género. Las cuatro veníamos de diferentes ámbitos, pero todos vinculados con la tecnología. Nos conocimos en 2014 en una meetup generada por Sofi Contreras y Caro [Hadad], con el call to action “Si sos mujer, trabajás en tecnología y sentís que algo no está bien o está roto, vení a hablar de esto”. Tardamos siete meses en pensar qué era lo que queríamos hacer. Cuando lo decidimos, pusimos en escena cuándo las mujeres dejaron de tener estas aspiraciones. Sabíamos que traer algo de afuera no iba a generar un buen impacto, y de alguna manera empezamos a ver cosas que estaban pasando, como las fintech y demás. Dijimos que eso no nos servía ni sumaba. Empezamos a medir lo que sí había y funcionaba. Lo que buscábamos era que las propuestas que hiciéramos para las chicas no fueran solo extracurriculares, sino que potenciaran lo que hacen todos los días –desde matemática, historia–, para que empezaran a entender la tecnología como esa caja negra que nunca abrimos y descubrir quiénes son esas personas que diseñan el código.

¿Qué objetivos se trazaron?

Primero vimos que había muchas mujeres –todavía no era trending esto– que no trabajaban en tecnología y debían hacerlo. Con las más grandes no íbamos a tener mucho impacto, entonces decidimos ir por las adolescentes de nivel secundario, porque podíamos medir el impacto si seguían y se metían en la universidad. Queríamos que se interesaran por la tecnología y se vieran como creadoras de tecnología, no como usuarias. Justo en esa época salió una investigación que se hace cada año (Chicos Conectados, de Unicef) que determinaba que entre adolescentes había un consumo cultural diferente entre mujeres y hombres: mientras ellos juegan videojuegos y experimentan y aprenden del error, ellas están sacándose selfis, lo que hace que sientan la presión cultural, sean más consumidoras y se entiendan menos con el universo de la creación de la tecnología.

¿Con cuáles problemas se toparon?


En el camino nos dimos cuenta de que no había datos en la Argentina –a escala nacional– sobre cuántas mujeres estudiaban estas carreras en el nivel terciario y superior; así que lo tuvimos que construir. Las 81 universidades nacionales tienen un monitoreo interno que presentan al Ministerio de Educación nacional, pero con períodos de dos o tres años, y cada una organiza la información de una manera muy diferente entre sí. Por ejemplo, en una están carreras, género –en realidad, sexo, porque solo miden en sexo–, facultades, etcétera; y en otras está al revés y, por ejemplo, arranca con el número de DNI. Las planillas que pedimos de inscripciones, reinscripciones y egresos ni siquiera estaban consolidadas; no se podía sistematizar y tuvimos que hacerlo todo a mano. Previamente nos sentamos a ver algo que el Ministerio no tenía hecho: qué títulos eran habilitantes a la programación o a la tecnología, porque es algo variante. Hoy podría decir desde otro lugar que a la tecnología a veces no le responde el mundo universitario; por eso hay tantas escuelas de código o digital. Hicimos esa base de datos en el segundo año de trabajo y empezamos a medir y evaluar qué información debería estar y no nos la daban. Conseguimos ocho mil pesos para financiar esa investigación. Una vez que vimos que el impacto era positivo, pensamos qué teníamos que hacer para cambiar esta concepción y además aprendan haciéndolo. Hay una frase en el mundo de la tecnología que es “No podés querer ser lo que no ves”, y lo que hacíamos en los inicios era acercar mujeres que estaban trabajando en tecnología y que no fueran muy lejanas en sus edades (entre 25 y 30). Generábamos una dinámica muy diferente de aprendizaje y lo más importantes es que ellas detectaban un problema de su comunidad o para ellas, pero aprendían que el problema es un motor de aprendizaje. En el mundo de la educación, te la pasás haciendo resolución de problemas en matemática, pero nunca razonás que el problema es una invitación a resolverlo…

¿Qué financiamiento consiguieron?
Las primeras en darse cuenta de que tenían un problema fueron las empresas de tecnología: como la mayoría tiene casas en los Estados Unidos o en otros países, las obligan a tener diversidad para seguir creciendo acá o en cualquier país. Se sabe que sin diversidad no hay innovación, y en un equipo que no es diverso no podés generar una innovación que le puedas vender a todo el mundo.

¿Esas empresas fueron los primeros partners?
Sí. Ahora tenemos nueve del sector privado y uno del sector público. Después hay tres por proyecto, o sea en total son trece. También este año contamos con un fondo internacional que ganamos para implementar un programa. Todo esto nos permitió contratar gente para profesionalizar algunas de las actividades que hacíamos.

¿No recibieron ayuda del Estado?
Tuvimos un momento de tentación, porque vinieron y nos ofrecieron poder liderar el Plan 111mil con perspectiva de género. Empezamos a hacer preguntas y no nos gustó cómo lo pensaban. Nosotros tenemos un main set de medir, ser originales, no enmascarar algo y no resolver el problema desde la raíz. Y además íbamos a depender ciento por ciento del Estado con ejes que se iban a meter mucho en nuestros valores, y eso es algo que no se puede tocar. Sí trabajamos con el Ministerio de Educación de San Luis con proyectos especiales y con la Secretaría de Promoción del Empleo y la Equidad de Córdoba, y en provincia de Buenos Aires ganamos un fondo del exterior que nos pedían articular ahí.

¿El concepto de RSE cómo se aplica en lo que hacen?

Nosotros con las áreas de RSE primero detectamos quiénes en la organización trabajan en tecnología o transformación digital; porque no todas las empresas son del core de tecnología. Esas personas trabajan de manera colaborativa, en una especie de voluntariado corporativo 2.0: en este caso, brindan conocimientos, porque en parte van a ayudar a que más chicas quieran interiorizarse y trabajar en estos ecosistemas. Y por otro lado vos también conversás con tu potencial compañero. Las organizaciones y las áreas de RSE lo ven como muy redondo al ecosistema, son círculos virtuosos. En vez de estar haciendo algo ajeno a tu práctica diaria, hacés algo que enriquece y es empezar a trabajar también con la diversidad o con eso que te genera un problema, porque vos en tus equipos no tenés estos perfiles y no sabés cómo adaptarte o acercarte a esa generación, que es la de las jóvenes adolescentes. Además, hacemos que muchas de las acciones y de los programas pasen dentro de las compañías, y eso también es muy interesante porque la compañía se da cuenta si está preparada o no para recibir estos perfiles/talentos y las chicas empiezan a descubrir que es un aspiracional. Esto también sirve para no pensar la RSE como un aparte que no alimenta la misma industria, el ecosistema de las mismas empresas. Uno de los agradecimientos más grandes que recibimos es de quienes nos dicen “Che, me había olvidado de que tenía este conocimiento” o “Me di cuenta de que trabajar en tecnología no era solo programar”.

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