Desde febrero de 2023, Roberto Peloni lleva adelante El brote, un unipersonal escrito y dirigido por Mariano Dionisi que durante una hora y media se plantea como un juego y un desafío, un divertimento y una responsabilidad. Allí, pudo reencontrarse con sensaciones que experimentó de niño, cuando la actuación no era una profesión, ni siquiera un proyecto, sino puro canal expresivo.
Como Antón Ego en Ratatouille al probar el plato cocinado por el ratoncito Remy, tocó la tecla que lo transportó automáticamente a su infancia. El hombre de 41 años, con una carrera destacada en teatro, que es un referente en la comedia musical nacional, recuperó en el cuerpo y en el alma las sensaciones de aquel chico de siete, jugando a la hora de la siesta con una espada de cartón.
“Era como un trance, ese que tienen los chicos cuando se ponen a jugar y se olvidan del mundo. Hasta que alguien te dice ’¡Ey!’ y te asustás porque te saca de ese metaverso. Ahora me encontré con la misma sensación, me encontré jugando. Creo que hay algo de este juego que a mí me ordena. Puedo entenderme a mí, mucho, y entender al mundo”, afirma.
¿Hace mucho no estaba esa sensación con la que te reencontraste?
Así, nunca más estuvo. Como me pasó ese día que estaba ensayando, pasando letra solo en mi casa, no me había pasado antes. Me emocionó, me puse a llorar. Creo que estuve buscando esa sensación todos estos años, aunque no lo sabía. No la tenía presente y me encantó que apareciera. Es como completar una curva interna que comenzó cuando era niño.
De los ensayos pasaron a las funciones, ¿se mantuvo?
Sí, venimos trabajando con muchísimo entusiasmo durante casi un año, y la obra nos está llenando de satisfacciones. El espectáculo agotó los dos primeros meses de localidades, y agregamos una segunda función semanal. Estamos muy felices por el impacto que genera. Creo que es tan divertido y emocionante para quienes lo ven como lo es para mí. Me siento como el chofer de una montaña rusa encargado de llevar a las cien almas que cada noche vienen al hermoso Teatro del Pueblo. La respuesta del público, los colegas y la crítica ha sido muy halagadora. Estamos felices.
El primer espacio donde adquirió herramientas para potenciar esa expresión fue una escuela municipal de Gerli, provincia de Buenos Aires. Allí se crio, durante muchos años con lo justo y en ocasiones con un poco menos, junto a su madre, enfermera del Hospital Evita de Lanús. Señala que haber encontrado clases gratuitas fue una de las claves para poder continuar con la actividad, un golpe de suerte: “Si hubiera tenido que pagar una cuota, no habría podido. En familias como la mía, en la que había que pelearla todos los días, no había tiempo más que para disfrutar de la televisión y la radio, no quedaba tiempo de proyectar para que aparezcan las cosas nuevas, como una salida al teatro o al cine, o acercarse a los libros, a la pintura. Entonces, en ese momento, la única pintura que te interesa es la impermeable para que no se te llueva adentro. Me parece que tuve la suerte también de tener un entorno que me acercó y me salvó, porque encontré mi vocación en la adolescencia, sin saber si iba a poder vivir de eso”, analiza.
El cruce de mundos, su propio ascenso social, sin olvidar jamás sus orígenes ni dejar de comprender las diferentes realidades que habitan en un grupo heterogéneo de personas como las que conforman un público o una compañía teatral, lo convierten en alguien sensible socialmente.
¿Qué entendés por responsabilidad social?
Es registrar al otro, tener conciencia de que existen otras personas tanto en lo personal como en lo colectivo, y que la actividad que producimos repercute y afecta al resto.
¿Creés que la nuestra es una sociedad responsable?
Creo que en nuestra sociedad hay de todo. Es un tema de educación, y la educación, como todas las instituciones, está en crisis. Es y somos contradictorios en este mundo: mientras un niño le enseña a un adulto a no tirar un papel al suelo, del otro lado hacen una prueba nuclear en el medio del mar, en el mejor de los casos. Y, como en el mundo, acá también tenemos contradicciones.
¿Sos de participar en campañas de algún tipo?
Sí, alguna vez participé. Lo más parecido a eso, me parece, fue crear Border, que es el primer teatro sustentable de Argentina y Latinoamérica. Está en Palermo y toda su construcción fue diseñada para dejar la menor huella de carbono posible. Mi idea personal era tener un espacio escénico y de investigación, y me acercaron un proyecto para participar en la creación de este, con las características de un edificio sustentable. Su arquitectura aprovecha la luz y las corrientes de aire naturales, y los recursos fueron resignificados, como revestimientos hechos con materiales reutilizados. Hubo una campaña para recolectar y las vecinas y los vecinos nos acercaban pilas y tapas plásticas de gaseosas, que son partes de la fachada del lugar. Hoy lo llevan adelante Marina Lamarca y Alejandro Germana.
¿Pensás que tu rol y la visibilidad que implica te dan más responsabilidad?
Sí, creo que cualquiera que pueda multiplicar un mensaje debe tener la conciencia de a quién puede llegar y de qué manera. El humor, por ejemplo, es algo que está en eje de discusión. Pensar si de lo que nos reíamos antes sigue teniendo vigencia en la actualidad, o si el mensaje que genera humor esconde alguna acción que queda sin reparo, es una manera de saber qué mensaje uno está enviando a la sociedad de manera directa o indirecta. Hoy, por suerte, luego de mucho trabajo en concienciarnos como sociedad, comenzamos a trabajar en ese sentido. Así como una fábrica no tira sus desechos sin tratamientos para no afectar al medio ambiente, en la ficción también se trabaja para no dejar residuos dañinos.
¿Sentís que tuviste que cambiar actitudes o conductas en esa línea?
Sí. Es una obligación repensarse, volver a escuchar esas cosas que están internamente instaladas y que repetimos como latiguillo. En la televisión viví esa transición de manera personal. La tele siempre se queda atrás y uno tiene que poner sus propios límites. Esto no quiere decir que uno no se pueda equivocar. En cuestiones de identidad de género también aprendí mucho cuando hice Don Gil de las calzas verdes, en el marco del Siglo de oro trans, y el elenco estaba integrado en su mayoría por artistas transgénero. Entendí mucho más profundamente la problemática. Igualmente, el mundo del espectáculo está encabezado por una mayoría de hombres hoy en día. Hay mucho camino por delante, y es cuestión de abrir las orejas y el corazón y poder ver un poco más de lo que pasa alrededor de nuestros tres metros cuadrados.
Además del éxito (en todo aspecto) de El brote, Roberto comenzó con los ensayos de un espectáculo musical para el Teatro San Martín, en el que interpretará al artista Benito Quinquela Martín. Se presentará en el Teatro de la Ribera, inaugurado en 1971 precisamente gracias a una donación del pintor. Lizzie Waisse será la encargada de este proyecto, que contará con música de Gustavo Mozzi, la dirección de Juan Dasso y las letras y la coreografía de Gustavo Wons. También tendrá espacio para volver a personificar a Lord Farquaad en el musical de Shrek, un personaje que, entre muchas otras alegrías, le dio un premio Hugo de Oro.
El personaje requiere, además del desafío triple de cantar, actuar y bailar que todo musical implica, un esfuerzo extra, ya que durante toda la obra está arrodillado.
“Cada momento, cada respiración del personaje es disfrutable y tiene muchísima empatía con el público. Es un villano que siempre tuve el deseo de hacer de nuevo, por todo lo que fue para mí. Poder volver a transitar esto es un regalo. De alguna manera, toda la obra es un fingir demencia, hacer parecer que las cosas no cuestan. Pero la obra, de por sí, tiene mucho trabajo vocal, físico, actoral, aeróbico”, detalla Roberto.
Cuando no tenés todos estos estímulos y exigencias, en una obra con un rol más convencional, ¿los extrañás? ¿Sentís que te falta algo?
Esto que voy a decir lo dice Julio Chávez y se lo robé cuando estudié con él: dice que esto son recetas de comidas distintas. Una cosa es milanesa, para la que necesitás carne, pan rallado, huevo; mientras que, si querés hacer lentejas, necesitás otras cosas. Obviamente, a veces hay cosas que uno incorpora físicamente. Si uno viene, quizás, con un personaje muy expansivo y de golpe le toca hacer algo más contenido, entonces el cuerpo tiene memoria y empuja. Pero lo vas trabajando con el director, con tu propia percepción. A mí la diversidad de materiales me parece que es parte del entrenamiento. Poder soltar y amoldarte y adaptarte. Siempre con el color de uno, porque uno tiene un color o una paleta de colores.
¿Cuándo descubriste esa paleta?
Lleva un tiempo. Cuando comienza a hacerse cargo de su color expresivo, de su esencia, empieza a hacer el camino más personal, que es lo más interesante. Cuando alguien tiene algo que es personal y que es su universo, su cuerpo, su voz, sus vivencias. Yo creo que hay etapas. Uno se va descubriendo todo el tiempo, porque además vas cambiando. Hay cosas que dejás de hacer. Me pasa con esto, que siete años después hay pequeñas decisiones diferentes, como si uno supiera economizar mejor. La economía en el escenario es vital. Para uno y para el público, porque a veces el exceso confunde. Creo que me perfilé más, como que me perfeccioné. Yo ya más o menos tengo un universo que fui transitando y sé qué me queda más a mano y qué cosas no tanto. Para mí, conseguir el color personal es el trabajo principal.
Y hay que aceptarse, porque puede que uno quiera que le queden a mano otras cosas y no las que realmente tiene…
Sí, hay que aceptarse. La naturaleza expresiva quizás no es tan fácil, o muchos no son conscientes de eso que escapa a simple vista. Uno no sabe cómo llamarlo, pero lo ve, y el otro también lo ve. Siento que con el tiempo fui haciéndome cargo de mí. Requiere aceptación y amor propio.
¿Hubo alguna etapa en la que hayas querido forzar algo que no era para vos?
No de forzar, pero sí al comienzo de la carrera muchas veces te llaman para verte para un personaje y quizás vos te veías para otro. A veces lo probás y descubrís que tenía razón ese que te miraba de afuera. Cuando hicimos la versión de Don Gil de las calzas verdes en el Teatro San Martín, yo había arrancado con el rol de Caramanchel, y Ariel Pérez De María, que es un actorazo y amigo, empezó con don Martín. Él era el villano y yo una especie de mendigo. Me encantaba lo que hacía él y yo me sentía cómodo. En un momento hubo un cambio en la protagonista, y hubo algo ahí por lo que el director nos dijo “Probemos invertir”. Y fue como un guante que a cada uno le calzó. Si bien me puedo imaginar como un Caramanchel divertido, don Martín era para mí y Caramanchel era para Ariel. Pasan esas cosas.
Se necesita la mirada externa…
La mirada externa y la blandura interna. No podés estar duro. Nada rígido sirve para este laburo. La capacidad de adaptación y no tomarse las cosas muy en serio son fundamentales. Cuando iba a cobrar a Actores, había un cartelito que decía “Que el éxito no se te suba a la cabeza ni el fracaso al corazón”. Ese es medio el lema. No encasillarse. El éxito para mí es hacer lo que tenés ganas de hacer, en principio. Así que me siento en un momento exitoso.